viernes, 6 de diciembre de 2019

No estamos para bailes rusos. 12/07/2018

No estamos para bailes rusos. La “buena prensa” navarra ante la revolución bolchevique (1917-1923). Jose Miguel Gastón. Txalaparta, Tafalla, 2018.

http://www.sinpermiso.info/textos/los-origenes-del-fenomeno-reaccionario-espanol-del-siglo-xx

 

“Tras la lectura de las páginas precedentes parece evidente que durante los convulsos años de la crisis del sistema liberal español, entre 1917 y 1923, se fueron actualizando y asentando la mayor parte de las bases ideológicas contrarrevolucionarias que, una vez proclamada la II República, despertaron de su letargo para armar un proceso de ataque permanente hacia el proyecto reformista republicano que desembocó en la sublevación militar de julio de 1936 y en la masacre subsiguiente. De ahí la importancia que tiene recuperar ese discurso contrarrevolucionario para comprender lo que sucedió después”.

Este párrafo define claramente el valor de este ensayo, fruto de una investigación que se adentra en los orígenes del fenómeno reaccionario español del siglo XX por excelencia. Cada vez es más conocida la secuencia de conspiraciones y tramas políticas, militares y financieras sucedidas prácticamente desde el mismo 14 de abril de 1931, que convergieron definitivamente apenas cinco años después, tras la victoria del Frente Popular, en un “movimiento cívico-militar” como lo definiría su director, el General Mola, en sus Instrucciones Reservadas. Tanto se ha avanzado en esta cuestión, que el estudio de su base social, necesariamente heterogénea y amplia, ha quedado relegado más por dificultad de análisis que por falta real de interés. Porque no hay duda que su papel fue trascendental, mostrando primero su apoyo al golpe y provocando su triunfo en pueblos y ciudades decisivos, cohesionando la retaguardia sublevada durante la guerra y facilitando, por último, el consenso, la apariencia de normalidad y de legalidad necesarios para la institucionalización de la dictadura franquista.

No se trata de una particularidad histórica aislada sino de un problema global. Aquellos años, los que Hobsbawm denominó como la edad de los extremos, han quedado marcados para siempre por la polarización y radicalización política y la puesta en marcha por los Estados fascistas de una agresiva política exterior que desembocaría en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Esta enorme inversión de violencia en recursos militares y combatientes pero también sobre las poblaciones civiles de todo el mundo, dejaron el terrible legado del siglo XX como el más violento de la historia. Este legado es tristemente bien conocido, aunque, sin embargo, aún quedan una serie de aspectos poco o nada conocidos, sobre todo, en aquellos casos marcados por un largo período dictatorial.  La formación y evolución de los distintos proyectos autoritarios europeos, sus similitudes en los planos políticos e ideológicos, pero también sus grandes diferencias a la hora de llevar a la práctica esas políticas sobre sus respectivas poblaciones, apenas han superado las dimensiones de los debates historiográficos. El caso del sur de Europa, quizás siga siendo el más llamativo al respecto, por sus divergencias sobre los modelos de “fascistización” respecto de aquellos otros estados industriales y modernos.

No estamos para bailes rusos, escrito desde los parámetros del mundo académico pero con vocación de llegar a un público más amplio, se adentra en este debate delimitando un fenómeno clave para la reformulación del espectro conservador español y su nuevo horizonte político: el miedo al cambio. La apuesta por la solución autoritaria como barrera de contención del contagio revolucionario no se produjo con la rapidez que a menudo se da por hecho. Además de una crisis política, fruto de la descomposición de los viejos partidos de notables y sus estructuras clientelares, la afinidad entre grupos sociales y políticos tan distintos se produjo a través de un gradual cambio de mentalidad. Su primera manifestación, como bien muestra el caso de carlistas y mauristas, sería el fortalecimiento de su “defensismo social” a pesar de que sus posturas sobre el origen y las posibles soluciones a los problemas, en especial el de la desigualdad, fueran opuestos. Este es un matiz fundamental, no solo para lo que estaba en juego en aquellos momentos, la reacción a la primera huelga general en España de 1917 y el comienzo de la dictadura de Primo de Rivera, sino para la configuración misma de la estrategia de bloqueo que consagraría la CEDA y los propias familias políticas que dieron forma corporativa al régimen de Franco. Aspectos todos ellos difíciles de entrever con la espuma de los acontecimientos políticos, y que se sitúan, como bien demuestra Gastón con el caso navarro, en el profundo subsuelo del catolicismo político. A través de la prensa (Diario de Navarra y El Pensamiento Navarro) reconstruye ese proceso a modo de diálogo entre los protagonistas y su percepción de  problemas concretos que el evangelio del odio (la revolución bolchevique) había traído a sus puertas: las huelgas, las tierras comunales, y los desórdenes. El historiador deja aquí que los contemporáneos hablen para explicar en sus propios términos la reaparición de problemas no resueltos (con la cuestión foral de fondo) que el Estado liberal no parece poder resolver. Una experiencia, la de aquella intelectualidad conservadora, que se mostró decisiva y no solo por contar con algunas de sus figuras principales (Calvo Sotelo, Arrarás, Estaban Bilbao, Severino Aznar, Peñaflor, Goicochea, Goñi, Ossorio, Pradera o Vázquez de Mella). Su posicionamiento en la crisis final de la Restauración hacia el cierre de una posible salida del regeneracionismo hacia un reformismo social y político, muestra sin tapujos su oposición a una democracia parlamentaria que abriría, sin fisuras, las puertas de la revolución social. Una vez más la historia muestra sus paradojas, ya que la solución propuesta, la dictadura de Primo, provocaría la propia caída del sistema y de la monarquía. Claro que para entonces, salvo para una minoría que terminaría siendo barrida acusada de paternalista, todas las soluciones pasaban por el uso de la fuerza. El puente, el paso decisivo hacia ello, pasó por la inversión o la integración negativa de todos los diagnósticos del “problema español” que realizaron la generación del 98 y la del 14. Esta fue quizás su principal consecuencia en el plano ideológico.  A pesar de sus diferencias tácticas y de las distancias temporales, en estos artículos se presentan ya en sociedad, parafraseando a Hanna Arendt, los orígenes del totalitarismo español. De hecho, siempre han aparecido como opuestas las formas de enfocar sus causas y sus efectos, aspecto que se reproduce cíclicamente en torno al debate bizantino sobre la naturaleza del franquismo, un camino que poco esclarece a estas alturas y que este tipo de ensayos enseñan cómo sortear.

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