Todos los años aparecen
publicados en distintas partes del mundo decenas de libros, ensayos y artículos
sobre la historia reciente de España. No es tan frecuente, sin embargo, que
tengan un eco continuado en la prensa global, favoreciendo así su rápida
traducción al castellano. La situación económica y política española de los
últimos años ha convertido en foco de atención mediática, etapas y lugares de
nuestro pasado que hasta el momento estaban destinados al público
especializado. El foco se ha desplazado, en efecto, pero en las formas de mirar
y revisitar nuestra historia subsisten muchos de los viejos tópicos y los más arraigados
estereotipos sobre el atraso secular español. La mayor parte de las historias mundiales
modernas y contemporáneas del siglo XXI han participado de ese cambio de
actitud y, aunque han modificado el formato y han destacado particularmente el
proceso de “europeización”, siguen perseverando en una interpretación
excepcional de la historia española en la que sobresale un rasgo por encima de
todos: la persistencia de la violencia.
El trabajo de Jason Webster, “Violencia: a New
History of Spain :
Past, Present and the Future of the West” (Constable,
2019) resulta paradigmático al respecto. Su mayor reto, por ejemplo, pasa todavía
por superar el debate, antes envuelto en una guerra de cifras, de la naturaleza
fratricida y violenta de los españoles. Muy crítico con el contexto de la Transición
a la democracia, subordina la visión de un siglo XX atrasado y violento a un
proceso de desarrollo histórico, jalonado y culminado por sucesivas guerras e imposiciones
que sobrevivieron al franquismo y que han terminado mermando el sistema
democrático actual. Estas y otras analogías similares
son elevadas a una categoría de violencia estructural que hunde sus
raíces en siglos de tradición y es capaz de atravesar las movilizaciones y los
distintos conflictos que van del siglo XIX al XX. Su onda expansiva se enquista
así en los desequilibrios de ese largo período, silenciados tras la guerra
civil y el franquismo, hasta resurgir con fuerza en nuestros días en torno al
conflicto por el modelo territorial y de Estado, haciéndose particularmente
patente en el caso de Cataluña.
El libro de Paul
Preston Un pueblo traicionado (Debate, 2019) está en las antípodas de
este tipo de enfoque y, aunque utiliza también una concepción “popular”, que en
el mundo anglosajón sirve también para definir un tipo de “gente corriente” o
“común”, se centra en la naturaleza histórica de un proceso de más de dos
siglos. Objetivo menos ambicioso tal vez, pero mucho más complejo de contrastar
y realizar científicamente que definir los rasgos o esencias de los españoles
criticando su actual modelo político. Con el subtítulo de Corrupción,
incompetencia política y división social (aunque el título original recogía
más pluralidad al hablar de “divisiones sociales”), supone un importante
esfuerzo en la erudición y en la tradición de la historiografía política
española, dominada quizás por el efecto contrario: la sacralización de la Transición,
en la que hasta el momento apenas cabía crítica alguna. El marco que aborda
Preston es amplio (1875-2014), de la Restauración borbónica a la última
sucesión en la corona. Un tiempo en el que las deficiencias de las élites
políticas española se han ido haciendo cada vez más evidentes, hasta el punto
que el lector puede tener la sensación de asistir a un particular “día de la
marmota” sin solución de continuidad entre la corrupción de los tiempos de
Maura o Canalejas, y la de nuestros días. Estas dos características, corrupción
e incompetencia política que, como reconoce el autor, también existen en otros
países, incluida la propia Gran Bretaña, han provocado la ruptura de la
cohesión social, empeorada por el uso de la violencia por parte de las autoridades
españolas. Un recurso que reaparece de forma recurrente en las tensiones
existentes entre Madrid y Cataluña, ya desde la propia Restauración y sobre
todo con Primo de Rivera, allanando el camino a la Segunda República.
Es este último un
aspecto sustancial ya que señala la Restauración como el período más
trascendental en la mutación y cambio de la violencia contemporánea, que terminaría desembocado, de nuevo, en la
guerra civil. Su peso a la hora de estructurar el tiempo sigue
siendo, por lo tanto, innegable. Durante ese largo proceso de más de un siglo, la cuestión
social siguió siendo abordada por un Estado sin recursos bajo el paraguas de
unas élites que, salvo breves excepciones, se negaban sistemáticamente a
integrar a amplias capas sociales. En última instancia, la administración
española, llegó a la década
de los años treinta del siglo XX enmarcada entre el poder local y la estructura
delegada del poder central. El
caciquismo o el propio poder local y sus relaciones con la justicia y la resolución
de los conflictos internos también han sufrido un importante replanteamiento en
este sentido, incluido el propio franquismo, “régimen de terror y pillaje”,
asentado sobre una gigantesca red de corrupción provincial.
La reflexión histórica actual
sigue por tanto centrada en el campo de la violencia política, que se
entrecruza con otras cuestiones que han aflorado en la investigación de los
últimos años. La capacidad del sistema político español como vehículo
nacionalizador de masas, por ejemplo, comienza a ser cuestionada seriamente al
hilo de la crisis del estado-nación que
sufre Europa tras la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias de este fracaso
se han relacionado con distintos fenómenos sucedidos durante el período de
entreguerras, como la extensión del socialismo y el anarquismo, para los que se
reutilizó la legislación anterior contra el bandolerismo. De este modo, se ha
terminado reproduciendo una visión negativa del siglo XIX para explicar los
orígenes de la violencia política española del XX. Las ideas del siglo XIX
germinarían en una secuencia violenta creciente que se inicia en la Semana
Trágica (1908/9), pasa por la huelga general de 1917 y se sitúa en la
revolución de Asturias de 1934 como antesala de la Guerra Civil. Una visión
propiciada por un fenómeno como el revisionista, también impulsado desde el
otro lado del charco, destinado a utilizar la historia casi exclusivamente con
fines políticos.
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