Lecciones del miedo
Gutmaro Gómez Bravo 13/03/2020
Este año quedará marcado por la expansión del coronavirus pero también por la desaparición de una serie de intelectuales, como el historiador Jean Delameau, el cineasta José Luis Cuerda o el filósofo y crítico literario Georges Steiner, que diseccionaron el miedo. Más allá de sus notables diferencias de origen, formación y especialización, todos ellos procedían de un mundo, el de la segunda mitad del siglo XX, que analizaron con una herramienta común: el lenguaje. Aunque, para ser justos, hay que decir que no lo estudiaron en estado puro, sino que compartieron un interés común por los distintos lenguajes en los que las sociedades contemporáneas generaban y transmitían sus miedos, sobre todo, a través de la cultura. Siguiendo la estela del pensamiento occidental receloso de las apariencias en las que las sociedades ocultan su funcionamiento real, continuaron la búsqueda de los mecanismos reguladores de las comunidades modernas. Y encontraron en la creación, en la imaginación y plasmación de distintas expresiones culturales, una sorprendente readaptación de las normas y prohibiciones del pasado. El miedo en Occidente, obra clave de Delameau, por ejemplo, muestra la persistencia y continuidad de temores ancestrales ensalzados durante la larga Edad Media europea, cuyo arraigo y transmisión social fueron mucho mayores que el Renacimiento o la Ilustración, que permanecieron ajenos a las mayorías iletradas. Lo esencial se reduce a la capacidad del miedo para filtrarse de abajo a arriba hasta el mundo de unas élites que también se vieron arrastradas por sucesivas oleadas apocalípticas.
Uno de aquellos “males” subsistió por encima de todos los demás y con más fuerza en el subconsciente europeo: los judíos. El antisemitismo entró a formar parte así de la moral común occidental, tanto católica como protestante, y logró saltar los muros de la teología hasta instalarse en la costumbre, el folclore y el lenguaje cotidiano. Su versatilidad e interacción entre las distintas capas sociales, convirtió al miedo en un formidable instrumento de poder desde la Era Moderna hasta nuestros días, alcanzando su máxima expresión como forma de Estado totalitario. El propio Delameau advirtió algunos de sus rasgos más característicos en nuestros días, en pleno siglo XXI, sobre todo en el terrorismo como manifestación de “violencia sagrada”, desplegada, como las guerras de religión, como vía de eliminación del otro y de sus creencias. Una realidad que sufrió el propio Steiner en su infancia, pues tuvo que abandonar Europa con su familia judía a causa del ascenso del nazismo, y cuya transmisión cultural, casi hereditaria, nunca dejaría de analizar hasta su reciente muerte. Muy crítico, como la mayor parte de los intelectuales y académicos de su época con la sociedad de masas, advirtió la reproducción de los viejos temblores en los riesgos e inseguridades crecientes de la sociedad moderna, especialmente en torno a la era digital y las redes sociales, que veía reducidas sintomáticamente a “una economía de la palabra y la sintaxis.” Pero, a pesar de la globalización y los notables cambios tecnológicos de nuestra era, Steiner mantuvo la atención fija en la cultura escrita y literaria hasta el final. La novela, estandarizada en el siglo XIX como máxima expresión del canon occidental, era su objeto más preciado, precisamente porque se transmitió en el siglo XX como abanderado de la cultura popular. Allí encontró un campo abonado por los efectos del clasismo, la xenofobia y el autoritarismo que han marcado buena parte de la cultura europea, en períodos de dureza e inseguridad extremas como el de Entreguerras (Las Uvas de la Ira) o que siguió a la caída de las Torres Gemelas (American Pastoral). Insistió en las nuevas formas de manipulación, pero, a diferencia de la mayoría de críticos y ensayistas, Steiner mostró sus efectos no sólo a nivel teórico, sino en el lenguaje cotidiano incorporado por los propios personajes de los cuentos y novelas, héroes y heroínas de la propia literatura contemporánea que pronto darían el salto al cómic, el cine o la fotografía.
Una mirada irónica, distante y transversal, cuya vertiente y profundidad fue compartida por José Luis Cuerda, cuya adaptación al cine de la historia reciente española presenta muchos de estos elementos freudianos, aunque deformados y llevados al otro extremo del mismo campo: al surrealismo. Sus dos películas más conocidas, aunque separadas por una década, muestran a la perfección el conocimiento y el dominio de ambos tipos de lenguaje y de recursos. Amanece que no es poco, estrenada a comienzos de 1989, en una sociedad española muy diferente a la actual en algunas cuestiones aunque en otras no tanto, ha demostrado una enorme capacidad de conexión con el público de distintas generaciones. Algo que solo se consigue porque logra representar en menos de dos horas la tragedia española de forma cómica y global. Todos los actores de nuestra reciente historia están prácticamente ahí, de forma individual o coral, presentando un particular retablo de las maravillas del universo ibérico. Es difícil encontrar un mejor ejemplo de cómo podía ser la vida en cualquier pueblo durante el franquismo y de su pervivencia sociológica posterior. Envuelto en el manto de una reflexión profunda, los diálogos muestran con extraordinaria agudeza en lo que había quedado reducido el ideal nacionalcatólico de “unidad de destino en lo universal”. Cuerda narraba así, sin dolor, casi como un sueño, un pueblo en el que todo el mundo ocupaba su lugar y nunca, o casi nunca, pasaba nada. Esa función pedagógica del cine, transmitida por un magnífico elenco de actores, terminaba de dotar de un significado hondo y particular, a una película originariamente cómica. Su originalidad descansaba precisamente ahí, en demostrar que ni lo absurdo ni el surrealismo eran incompatibles con la historia social. Los guiños a Bienvenido Mr Marshall o a La Vaquilla, centrada en plena guerra civil, así lo manifestaban como también las alusiones a la literatura universal, con Faulkner a la cabeza. Amanece que no es poco, por último, sobrevivió como la gran crítica a una cultura erudita pero vacía y envuelta en academicismos y formalismos, que se mostraba incapaz de separar lo “contingente” de lo “necesario”, víctima de las modas como cualquier otro producto más.
Diez años más tarde estrenó La lengua de las Mariposas, con un tono y un lenguaje muy diferente. Sin abandonar el medio rural pero decididamente realista e historicista, se detenía en el proyecto pedagógico de la Segunda República personificado en el actor Fernando Fernán Gómez. Una figura que representaba, en realidad, un anhelo más antiguo, el de la necesidad de llevar la verdadera cultura y la instrucción a todas las capas de la sociedad española. Un afán transformador que entroncaba con el racionalismo científico y la necesidad, precisamente, de extirpar esos miedos ancestrales e impedir que se tornarán en odios y enfrentamientos modernos. El fantasma de la Guerra Civil, sin duda el más decisivo y traumático conflicto de nuestra historia reciente, quedaba plasmado claramente en la cinta por el otro protagonista, el niño, que, imitando al grupo, acabaría apedreando a su propio maestro y a todo lo que este simbolizaba.
Ya no bastan, es cierto, los factores económicos o psicológicos para explicar cómo el miedo consigue superar periódicamente las fronteras sociales. Más allá de las crisis y cambios de ciclo, llegan a nuestros días en su versión posmoderna, en streaming, en tiempo real. Lenguajes, escenarios, niveles de una misma experiencia, que contra todos los relativismos y puntos de vista culturales, siguen afirmando la necesidad humana de compartir una angustia colectiva más que de comprenderla. Pero, del mismo modo, la realidad, aunque a veces supere a la ficción, no sigue únicamente las reglas de la representación. El miedo tiene una capacidad de regeneración infinita, como advirtieron estos y otros autores, y sigue operando de muy distintas formas, incluso en el reinado de la imagen y la cultura visual.
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Gutmaro Gómez Bravo es director del Grupo de Investigación de la Guerra Civil y del Franquismo de la UCM.
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